martes, 27 de febrero de 2018

“La Escalera de Laimel”


Nota del Director (OLL). No hay mejor forma de iniciar este blog que rindiendo un sincero homenaje a quien fue uno de los grandes del mundo de la exploración en España, José Manuel Novoa, quien nos dejó en septiembre del pasado 2017. Inauguramos la publicación de relatos y reportajes en el blog de “Objetivo: La Luna”, con un delicioso relato corto, lleno de magia y aventura, que José Manuel escribió como parte de un libro que, lamentablemente, ya nunca verá la luz… Lo que les invitamos a leer surge de la experiencia personal del primer viaje de José Manuel a la cuenca amazónica venezolana, en 1975, con tan solo 21 años … Éste es el modesto reconocimiento a la enorme figura de nuestro querido y añorado amigo… Por favor, disfrútenlo…


Por José Manuel Novoa (OLL)

“No, no; de eso no voy a hablar. Eso son cosas que se ven y si no se entienden se queda uno totalmente loco... Pero los mutantes lo van a pasar muy mal. Quizás no, pero si uno es descubierto seguro que les destruirían... Pero de eso no quiero hablar. Si quieres, te puedo enseñar un dibujo de un animal muy raro, que vive allá arriba”.


Alexander Laimel se levantó y comenzó a hurgar en un cajón de madera, que estaba sobre una estantería de bambú encima del fogón. Era ya muy tarde. Jiménez, un buscador de diamantes que me prestaba sus servicios como guía, y el indio camaracoto que nos ayudaba en la navegación por el Carrao, hacía tiempo que dormían en sus chinchorros, bajo un cobertizo, en la orilla del río. Estábamos en 1975. Yo tenía 21 años y era mi primera expedición. Regresábamos del Salto Ángel, el salto de agua más alto del mundo. El caudal del río Churun, se precipita al vacío desde la cresta de la meseta del Auyan Tepuy, a mil metros de altura, en el corazón del Macizo Guayanés venezolano.

En aquel tiempo, todavía no había turistas, ni tours operations. Sólo los que se atrevían a aventurarse por el interior de esa vasta extensión de selva virgen con sus propios medios, podían gozar de la visión del salto y de ese mundo misterioso de los tepuyes, mesetas de unos mil metros de altura de media, con paredes verticales, que las aíslan de la selva pluvial que las rodea. Es uno de los lugares más antiguos de la Tierra geológicamente hablando. Los tepuyes eran montañas de cuatro y cinco mil metros de altura en la era precámbrica. La erosión las ha convertido en las actuales mesetas, tocones sagrados, para los indios de la zona, que se elevan como islas perdidas en el océano verde de la jungla impenetrable. Allá arriba la vegetación es distinta, al igual que algunas especies animales que las habitan.

Para los indios pemones de la región, el Salto Ángel, al igual que el Auyen Tepuy son tabú. Creen que allí viven monstruos infernales y serpientes gigantes de tres cabezas. El indio que nos acompañaba se sentó de espaldas al salto antes de llegar. Según sus creencias, si lo miraba quedaría embrujado para siempre, atrapado en el poder del conjuro de los canaima, los diablos que matan y se comen a la gente.

En las paredes verticales del Auyen Tepuy, dicen que existen cuevas donde se reúnen los brujos para realizar sus siniestros rituales. Cuando los indios escuchan el canto de las rapaces nocturnas, saben que los canaima han salido para cazar hombres. Golpean a sus víctimas con los terribles palos de guachimaca, un arbusto extremadamente venenoso. Sólo el contacto con la piel produce dolores agudos y la muerte por envenenamiento.

Alexander Laimel por fin encontró el dibujo que buscaba. Con su marcado acento de Europa del este, continuó explicándome: “Mira que animal tan raro” – Me dijo, enseñándome un dibujo que había hecho en lo alto del Auyen Tepuy - “Tiene el cuello como culebra y sus patas parecen aletas. Les vi en una quebrada, salían de una especie de cueva. Yo diría que son prehistóricos. Parecen brontosaurios o algo así” - Realmente el animal que había dibujado parecía una especie de dinosaurio.

Alexander Laimel, era un apátrida. De origen letón, había salido de su país antes de que lo invadiesen los rusos. Llevaba 35 años viviendo sólo en la selva y carecía de documentación alguna. Era cartógrafo. Llegó a Venezuela con la misión de realizar un trabajo para el Gobierno. Cuando terminó, se asoció con Jimmy Ángel y Chorti Martín, para buscar una mina de oro en la cima del Auyen Tepuy. Jimy era piloto del correo postal y disponía de su propia avioneta.

Pretendían aterrizar en la meseta, en una enorme pradera, que Jimmy había sobrevolado anteriormente. Cuando tomaron tierra, resultó que la pradera era un pantano. La avioneta capotó y clavó el motor en el barro. Nunca más volvería a volar. Los expedicionarios tuvieron que descender andando. Una durísima experiencia que duró cuatro o cinco días, en la que vieron el gran salto de agua.

Aunque el verdadero descubridor del Salto fue un explorador español llamado Félix Cardona, desde el accidente de Jimmy Ángel, se le comenzó a llamar Salto Ángel.

Nadie sabe si encontraron la mina de oro, pero desde entonces, Alexander Laimel se quedó allí y dedicó su vida a explorar el Auyen Tepuy.

También he visto un pajarito, muy raro. Tiene una bolsa ventral, donde lleva a su cría. Es muy extraño. Parece como canguro o algo así” – Laimel seguía describiéndome los animales raros que había visto allá arriba, donde nadie subía y en donde él pasaba temporadas absolutamente sólo. El acceso hasta el pie de la meseta encierra mucha dificultad, por lo espesa y enrevesada que es la selva y luego, hay que saber escalar paredes absolutamente verticales.

Tras los primeros días de mi vida en la selva; los primeros encuentros con serpientes y otras alimañas; y la locura de atravesar con nuestra pequeña curiara los peligrosos rápidos del río Carrao; lo que más me había impactado eran los misteriosos caminos Laimel. Cuando caminábamos en la penumbra, bajo la bóveda vegetal de la selva, para cazar, o durante el acercamiento al Salto, encontrábamos trochas abiertas. Nosotros teníamos que ir abriendo camino a golpe de machete y de repente había trochas, que no se sabían a donde conducían. “Eso son los caminos de Laimel” – Me decía Jiménez – “Los hace él. Conoce esta selva como si fuese su casa”.

Poco a poco mi interés por este excéntrico letón fue acrecentándose. Jiménez me contó que vivía aislado, en la Isla de la Orquídea, un pequeño islote del río Carrao, por el que pasamos cuando comenzamos la expedición. Había dedicado su vida al Auyen Tepuy. Nadie sabía por qué, pero algo interesante habría visto allí arriba.

También me contó que tenía miles de libros en cuevas escondidas de la selva. Poco a poco mi interés por aquel misterioso personaje fue creciendo, por eso habíamos parado en la Isla de la Orquídea a nuestro regreso.

Laimel era un hombre afable, aunque reservado. Tendría unos sesenta y cinco años. Una enorme barba canosa, tan sólo dejaba ver su frente y sus pómulos curtidos por el sol y el viento. Sus ojos azules le conferían una mirada penetrante. Era fuerte y ágil.

A pesar de su fama de loco, Jiménez me contó que toda la gente de la zona le respetaba. Era como un ermitaño que perseguía otras cosas diferentes al común de los mortales. De vez en cuando desaparecía. Subía al Auyen Tepuy y se quedaba allí sólo durante meses. A veces le veían caminar por la selva con una larga escalera de madera. Nadie sabía para que la utilizaba. Tampoco sabían de dónde sacaba el poco dinero que le hacía falta para vivir, aparte de lo que le daban los escasos viajeros que, como nosotros, colgaban sus chinchorros para dormir en el techado que, a este fin, había construido en la orilla del río.

Son animales muy raros” – continuó explicándome Laimel – “hay científicos que han escrito algunos libros sobre estos cerros. Dicen que en ellos viven, no sé qué monstruos. Y que estuvieron habitados por antiguas civilizaciones”.

Cuando le pregunté si había vivido allí arriba, me contestó que sí, que había estado en varias ocasiones, durante meses y que la última vez estuvo casi un año. Mientras me hablaba me fijé en los detalles de su casa. Era de bambú, de planta rectangular, de unos siete metros por cuatro. Desde donde estábamos sentados, al lado de la puerta, veía enfrente de mí una larga estantería llena de libros y, encima, otra llena de baúles y cajas de madera donde, según me dijo, guardaba el resultado de sus investigaciones. En el lado opuesto, junto al banco donde me sentaba, se encontraba el fogón. Lo que más me llamó la atención fue el mosquitero que había en la esquina opuesta a donde estábamos. Era como un acorazado, con varias capas de tela de algodón y de tul y con cierres por todas partes. Me resultaba raro, que un hombre que vivía allí hacia treinta y cinco años tuviese tanto miedo a los bichos.

Yo quería saber más del Auyen Tepuy y de lo que él había visto. Pero una y otra vez se negaba a contármelo. “No; de eso no voy a hablar. Te puedo contar otras cosas. Por ejemplo, la gente piensa que aquello es llano y no es así. Allí arriba hay muchas quebradas y extensos pantanos. Es muy difícil moverse”.

¿Tiene alguna canoa con un pequeño motor para moverse? – Le pregunté.

No, como voy a tener eso, se espantaría todo el mundo – Me respondió rápido – “Además es imposible subir con tanto peso”. El mismo se dio cuenta que había metido la pata. Inmediatamente le pregunte a que “todo el mundo” se refería. Y una vez más me dijo que de eso no quería a hablar.

Sin embargo, me contó como subía: “Yo conozco una cueva, en la pared del cerro. Su entrada esta oculta por la vegetación. Es muy grande. Yo tardo mucho en llegar hasta el final, donde hay algo muy especial, que no es natural. Sobre un pilar de piedra hay una gran losa, que parece estar en equilibrio, sin duda, eso lo ha tenido que hacer la mano del hombre. El pilar es de unos cuatro metros de alto y la plataforma de piedra que sostiene, como de dos metros de diámetro. Cuando subo a esa plataforma, puedo trepar hasta la cima del Auyen, por un túnel que hay en el techo de la cueva”.

¿Y quién cree que ha hecho esa plataforma? – Le pregunté.

A mira yo no lo sé, pero seguro que no es natural, alguien tuvo que hacerla”.

La noche transcurría lenta. El calor denso y húmedo, y el sonido de la selva, parecían aliarse con los relatos entrecortados de aquel enigmático personaje. Aunque se negaba a satisfacer mi creciente curiosidad, Laimel tenía tal poder de fascinación que, pese al cansancio acumulado, me mantenía en estricta vigilia. Por lo menos, ya sabía para qué utilizaba esa escalera de la que todo el mundo hablaba. Sin duda era para subirse al pilar de piedra de la cueva.

La conversación se iba de vez en cuando a otros temas: lo mala que era la nicotina; el poco interés que tenía por volver a su país, ahora invadido por los rusos; o las experiencias que vivió junto a Jimmy Ángel. “No había mina de oro, aunque muchos piensen que la encontramos, y además eso no vale nada. En la vida lo importante no es eso. El camino mira, eso es lo importante, y a veces es angosto hasta que se llega. El hombre está aquí para ver y a veces miran, pero no ven nada. Hay que saber mirar y darse cuenta”. – Al terminar soltó una gran risotada satisfecho.

Tenía la sensación de que la gente que normalmente le visitaba: Jiménez, algunos indios o los pocos colonos de la región, no se había interesado nunca por su vida, de la manera que lo estaba haciendo yo. Quizás por eso, pese a su hermetismo, vislumbraba un cierto interés en contarme algo de su vida. Así que volví al ataque.

¿Por qué vive aquí sólo hace tanto tiempo? – Le pregunté.

Yo vivo bien aquí en la selva. Tengo todo lo que me hace falta. Además, llevo años investigando. Esta tierra encierra muchos misterios. Es un lugar donde el hombre de ciudad se mueve muy mal. Hasta aquí no han llegado los especuladores. Sólo algunos buscadores de diamantes, como Jiménez. Yo busco otras cosas allá arriba, si lo encuentro me iré allí a vivir y no volveré a bajar”.

Era ya muy tarde y Laimel me dijo que estaba cansado, así que terminamos nuestra charla y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, mientras navegábamos hacia la laguna de Canaima, no dejaba de pensar en el excéntrico personaje que acababa de conocer. Ahora miraba las paredes del Auyen Tepuy de otra manera. Una fuerza extraña me cautivaba. Realmente el paisaje que nos rodeaba era espectacular. Las nubes cubrían de vez en cuando la cima del cerro. Entre los claros se divisaba el Salto Ángel. Varios chorros se precipitaban desde la cumbre y al poco el agua parecía volatilizarse y seguir su descenso en forma de lluvia. Las rosadas paredes del Auyen contrastaban con el verde intenso de la lujuriante vegetación, que sólo se interrumpía al llegar a la ribera del Carrao. Un río de agua granate por la gran concentración de tanino que arrastran, lo que la hace ser potable sin necesidad de depurarla. Se podría decir que aquello era lo más próximo al paraíso que hubiese visto jamás.

Volvíamos con un pasajero más llamado Gunars. Era otro letón que había estado varios meses con Alexander. Ahora regresaba a Caracas.

Jiménez vió que Cumbarracho, su pequeño perro de caza, puso de punta las orejas, habría olido alguna presa. Una vez más encalló la curiara y lanzó su sabueso a la orilla, poco después cogió su escopeta y lo siguió. Yo aproveché para hablar con Gunars.

Me contó que llevaba una vida muy estresante en Caracas y que había llegado un momento en el que entró en crisis. El médico le recomendó unas vacaciones, por eso había venido a ver a Laimel. Hacía más de quince años que no se veían.

Le pregunté qué opinión tenia de él. “Es un hombre fascinante, algunos le toman por loco, pero te aseguro que está más cuerdo que nosotros. Cuando llegué, yo dudaba sobre lo que me contaba del Auyen Tepuy, pero ahora creo que algo insólito ha descubierto allá arriba. Una noche nos emborrachamos con unas botellas de ron que le había llevado. Aquella fue una velada inolvidable. Me contó cosas que nunca me hubiese contado sin los efectos del ron añejo. Lleva años tratando de abrir una puerta que encontró en la cima del cerro. Según me dijo, en la pared de un profundo barranco, encontró una especie de esfinge muy erosionada por el paso del tiempo. En uno de sus laterales descubrió una puerta ciclópea que todavía no ha podido abrir. Él desciende por el barranco con cuerdas y se queda colgado mientras trata de abrirla. Dice que desde fuera escucha sonidos inquietantes que provienen del interior”.

Los ladridos de Cumbarrancho interrumpieron su relato. Jiménez regresaba con un vaquiro, una especie de jabalí enano, colgado a la espalda, como si fuese una mochila. Poco después arrancamos y no paramos hasta Canaima, donde llegamos al anochecer. Ya no volví a ver a Gunars. Al día siguiente volé hasta Ciudad Bolívar. Mi expedición al Salto Ángel había terminado.


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Julio de 2000 (25 años después)

Desde temprano habíamos recogido todo el equipo. El lejano sonido de unos motores nos hizo levantarnos de un salto. Ya venían a por nosotros, pero no sabíamos con certeza quienes eran. Los yecuanas se habían enfadado con nosotros el día anterior cuando regresamos de nuestra visita a los indios sánemas. No nos quedaban más regalos para darles. El jefe llamó por radio a la Guardia Nacional y nos delató. Estábamos a unos 900 kilómetros al sur de Ciudad Bolívar, en Canaracuni. Como de costumbre en Venezuela, no teníamos permiso de rodaje. Es imposible conseguirlo. Puedes estar meses yendo de un Ministerio a otro y al final, ni ellos mismos saben quién tiene que otorgar la autorización. Así que siempre íbamos sin permiso, camuflando como podíamos nuestra misión. Raúl, nuestro compañero venezolano de expediciones, era el encargado de diseñar nuestra estrategia clandestina desde unos meses antes a nuestra llegada. Pero nunca habíamos sido delatados abiertamente. El jefe yecuana de Canaracuni, un pequeño poblado aislado en la selva, nos dijo la noche anterior que, por la mañana, iba a llegar la guardia nacional para detenernos. De inmediato llamamos a nuestros pilotos, con el teléfono vía satélite, para decirles que en cuanto levantase la niebla matinal despegaran y viniesen a recogernos.

Ahora escuchábamos el ruido de los motores, pero... ¿y si era la Guardia Nacional? Todos mirábamos al cielo, nosotros y los yecuanas. Por fin distinguimos la avioneta de “Condorito” y, al poco, la que pilotaba José Manuel. Eran los nuestros. El jefe yecuana nos miró desairado. Me acerqué a él, y le dije para contentarle, que mis pilotos traían sal, machetes y anzuelos. Al fin y al cabo, no nos convenía que siguieran hablando de nosotros por la radio.

Veinte minutos después de que aterrizasen en la llanura llena de matojos, despegamos con las dos cesnas, a las que les habíamos quitado las puertas para poder filmar. Allí quedaron los yecuanas, unos indios que viven intoxicados por los regalos de los misioneros protestantes de Nuevas Tribus. Les dijimos que íbamos a Puerto Ayacucho, para cuando hablasen por radio. En realidad, íbamos a Camarata, donde nos esperaba una curiara para llegar hasta el Salto Ángel.

Tras filmar desde el aire las simas de Sarisariñama, las más profundas del mundo, nos dirigimos hacia el Auyen Tepuy, a casi tres horas de vuelo. Queríamos realizar unas tomas aéreas del Salto Ángel.

Nuestros pilotos, que también eran partícipes de las estrategias clandestinas que diseñaba Raúl, controlarían el tiempo que podríamos estar dando vueltas encima del salto, antes de que llegase el helicóptero de la Guardia del Parque Nacional de Canaima. Ahora era distinto que la primera vez que estuve allí. Habían pasado veinticinco años y El Salto Ángel era uno de los principales destinos turísticos de Venezuela.

La imagen lejana del Auyen Tepuy removió mis recuerdos. Seguía siendo imponente. Sus paredes anaranjadas por el sol de la tarde emergían del tupido manto de la selva, como un coloso anclado en el tiempo.

Entramos por el cañón del diablo y giramos a la derecha. Al poco, el majestuoso Salto pasaba por las ventanillas de la avioneta. Subimos y sobrevolamos el Auyen Tepuy. Era la primera vez que lo veía desde el aire. Enseguida pensé en Laimel. Era tal y como me lo había descrito, lleno de quebradas y barrancos labrados por el agua y el viento, un territorio inhóspito y difícil de recorrer. Volvimos a sobrevolar el Salto Ángel una y otra vez, hasta que quedamos satisfechos con las filmaciones. Era ya tarde cuando nos dirigimos a Camarata, para aterrizar. La pista de Canaima, el centro de operaciones del Parque, estaba llena de peligros para nosotros.

Al día siguiente comenzamos la navegación por el Carrao hacia el Salto Ángel. Los caleteros pemones que nos acompañaban, habían conocido a Laimel antes de que se le diese por muerto, unos años atrás. Me contaron algunas historias sobre él, que ya conocía de la otra vez.

Antes de emprender el viaje por el río, tenía miedo de que aquel escenario sobrecogedor que había conocido estuviese deteriorado por el tránsito de tantos turistas, pero no era así. Aquello estaba intacto. Seguía siendo el paraíso perdido que conocí en el año 1975.

Después de dos días de navegación por el Carrao y el Churun, el río que nace del Salto, llegamos a Ratoncito, un pequeño apeadero que han construido, desde donde se asciende al lugar desde el que más cerca y mejor se puede contemplar el espectáculo. Me sorprendió que llegáramos al mismo sitio al que habíamos llegado el buscador de diamantes y yo hacía veinticinco años. Ahora se llamaba el Mirador de Laimel. En honor del misterioso letón.

Me quedé absorto mirando aquel espectáculo de la naturaleza, sobrecogido por su magnitud. Mis pensamientos se fueron atrás en el tiempo. Todo estaba igual. Miraba las paredes del Auyen y la cresta de la meseta y pensaba en aquel excéntrico letón que conocí en la Isla de la Orquídea. Sus palabras resonaban en mi mente, como si hubiesen sido pronunciadas ayer. ¿Qué habría sido de él ¿Habría encontrado lo que buscaba? ¿Conseguiría abrir la puerta? Podría haber estado horas y horas sentado en aquella losa frente al salto, pensando en aquel personaje, deleitándome en la contemplación de uno de los paisajes más bellos del planeta. Mi ánimo experimentaba una especie de felicidad melancólica que me enajenaba.

La voz de uno de los caleteros me sacó de mi intromisión: - Es bonito, ¿verdad?

Le miré y asentí con la cabeza. Luego le pregunté cómo había muerto Laimel. Me contó que un día había desaparecido y nunca más se le volvió a ver.

La Guardia Nacional registró su casa y encontraron varios fajos de dólares escondidos bajo el fogón. Sus libros habían desaparecido. Allí no quedaba nada, ni siquiera la escalera con la que se paseaba por la selva”.

Mi corazón palpito al escuchar esto último. Yo sabía dónde podía estar aquella escalera. Algún día alguien descubrirá su cueva y encontrará la escalera apoyada en el pilar de piedra. Alexander Laimel había conseguido su sueño. Subió para no volver jamás. Estaría allá arriba ¿habría encontrado lo que buscó durante toda su vida? Sonreí, estaba feliz contemplado el Salto y siendo cómplice de aquel viejo letón, que ahora parecía mirarme desde la cresta del cerro.

in memoriam de
                                                                                                                J.M.N.R.




José Manuel Novoa Ruiz
(Madrid, 16 de octubre de 1954 – 15 de septiembre de 2017, Madrid).

Periodista, viajero, escritor, antropólogo, y guionista y director de cine documental.

Tras comenzar y abandonar las carreras de Ciencias Políticas y Filosofía, finalmente se decantaría por estudiar Ciencias de la Información. El destino de su primer viaje sería América del Sur, en 1975, un recorrido de cinco meses que conseguiría financiar con el dinero que obtuvo de la muy beneficiosa venta de dos guitarras españolas de artesanía, que había llevado consigo.

Periodísticamente comenzó a colaborar en revistas como Chorten, Viajar o Aventura, publicación que llegaría a dirigir. También dirigió programas radiofónicos para las cadenas SER y COPE, y fue colaborador en numerosas publicaciones y espacios audiovisuales, entre ellos los programas radiofónicos Gente Viajera y Objetivo: La Luna. Durante tres años sería el portavoz del sindicato de pilotos de aviación SEPLA. Cruzó el Sáhara en un utilitario y, tras numerosos viajes, llegaría a ser uno de los españoles con mayor conocimiento sobre el África Ecuatorial.

Autor de más de 170 documentales sobre historia, arqueología, antropología y etnografía, obtuvo numerosos premios y reconocimientos, tanto nacionales, como internacionales. Entre otros, cabría destacar títulos como: Eyengui, el Dios del Sueño (2003); El Señor de Sipán (2008); El Legado Celta (2011); Pigmeos, la agonía del Dios Verde (2011); La Dama de Cao, el misterio de la momia tatuada (2012); Chavín de Huantar, el Teatro del Más Allá (2015).

Entre sus libros podrían señalarse los siguientes: Río de Janeiro (2010 y 2012); Iboga, la sociedad secreta del Bueti; Guinea Ecuatorial, historia, costumbres y tradiciones; A través de la Magia Bubi.

Fue miembro de varias asociaciones geográficas, de exploración y de aventura, nacionales e internacionales.


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