Nota del Autor (OLL). Tuve
el privilegio de visitar Groenlandia en agosto de 2000, cuando el deshielo no
era tan evidente y el cambio climático aún no estaba dando los síntomas que
muestra en la actualidad. Hace diecinueve años era difícil de predecir los
niveles de calentamiento a los que hemos llegado, con la consiguiente
alteración del paisaje y del entorno en el que se desarrolla la vida en esa
parte del mundo… Desde allí, sentado en una piedra frente a hermosos fiordos, junto
a mis amigos Enrique Guillermo y Ramón Larramendi, hicimos dos programas de
radio en directo, solventando todas las dificultades y viviendo una experiencia
maravillosa e irrepetible. Ni que decir tiene que esas dos ediciones de Objetivo: La Luna, fueron un éxito de
audiencia… Lo que sigue es consecuencia de la fascinación que me produjo el
acercamiento a la cultura inuit y el conocer, en aquel momento, una
parte del planeta que, a todos los efectos, se podría considerar virgen.
Ya
corría el año 870 de nuestra era cuando algunos monjes irlandeses comenzaron a
establecerse como ermitaños en esta isla cuyos 2.175.600 kilómetros cuadrados
se extienden, en su mayor parte, al norte del Círculo Polar Ártico. Si los
duros monjes irlandeses buscaban la soledad, no pudieron escoger un escenario
más apropiado... Enormes territorios sin presencia humana alguna donde extensos
fiordos avanzan, con irrespetuoso desparpajo, tierra adentro hasta topar con el
verdadero señor de estos parajes: el hielo... Y esto en la época estival, ya
que, fuera de esta estación, las bajas temperaturas solidifican el mar de
alrededor, uniendo con suelo firme la superficie terrestre y la marina,
llegando incluso a establecer importantes puentes de tránsito con las islas
próximas del oeste y con las tierras continentales de Canadá. Todo ello bajo el
tenaz manto de la noche polar.
Por Ángel Alonso (OLL).
Fue
en el año 982 cuando el vikingo Erik el
Rojo, procedente de Islandia, se deja caer por las costas groenlandesas en
busca de nuevas tierras donde asentarse. Él y los suyos consiguen pasar el
invierno al otro lado del fiordo donde se asienta el actual Narssarssuaq, uno
de los dos aeropuertos internacionales de la isla. Parece demostrado que por
aquella época el clima era un poco más benigno que el actual, por lo que es
posible que el jefe vikingo se encontrase con una tierra de
suaves praderas, llenas de abundantes pastos. Puede también que el impaciente
Erik, ávido de encontrar nuevos territorios en los que asentarse (no olvidemos
que había sido desterrado de Noruega y en Islandia se le estaban empezando a
complicar las cosas), decidiera dar por buenos aquellos territorios despoblados
y echara mano del márquetin para atraer colonos y por ello le diera el nombre
de Greenland, Tierra Verde,
a la isla en la que el hielo es dueño y señor, y en la que tan sólo las zonas
cercanas a la costa logran liberarse del persistente manto blanco, solamente,
durante los meses de verano.
Muchos
trozos de hielo se han desprendido del gran glaciar central, numerosos icebergs
han recorrido las costas y abundantes ventiscas han borrado las huellas de los
monjes irlandeses, los vikingos, los dossel, de los antiguos inuit y de otros muchos intrépidos
viajeros que, por error o en busca de nuevas rutas, desaparecieron para siempre
en esta tierra a veces hostil y siempre salvaje, pero de una belleza
cristalina... Quizás la utopía de Erik el Rojo no lo fue tanto...
Así
fue como, un año más tarde, este rey sin reino, apodado el Rojo, regresó a
Groenlandia acompañado por catorce navíos. Es justo recordar que fueron
veinticinco las naves que partieron desde Islandia, lo cual puede dar idea de
la peligrosidad de las aguas que recorrieron llenas de témpanos de hielo a la
deriva (algunos casi invisibles), terribles tormentas y temperaturas gélidas.
Al final del viaje el entusiasmo debió de brillar por su ausencia al contemplar
un territorio hostil, sin árboles, sin apenas posibilidades para la agricultura
y en donde, a primer golpe de vista y más aún después de las primeras nieves,
el milagro iba a consistir en sobrevivir.
Groenlandia
aún es un territorio salvaje donde los haya. Un aire limpio que tonifica
pulmones y espíritu, por su pulcritud. Un sinnúmero de torrentes y arroyos por
los que corre, en abundancia, un agua que apenas quita la sed por su pureza y
ausencia de minerales. Un paisaje virgen donde apenas habita el hombre y en
donde es posible avanzar durante semanas sin encontrar ningún vestigio humano.
Y una naturaleza casi intacta donde abunda el caribú, vive tranquilo el buey
almizclero, hacen de las suyas las liebres árticas y los zorros polares, y no
es descartable darse de bruces con el oso polar... “El oso del gran norte”, nanut como lo denominan los inuit, mal llamados esquimales por los occidentales.
En
medio de grandes masas de hielo y un paisaje ilimitado en los que el blanco y
el azul marcan su hegemonía sobre el marrón y el verde, los vikingos de Erik el Rojo tuvieron que
actuar con diligencia para conseguir alimentos y construir unos refugios, lo
suficientemente sólidos, para sobrevivir a la noche ártica en aquellas nuevas
tierras. Lo consiguieron, al menos, hasta el año 1410 fecha en la que llegó a
Noruega el último barco salido de Groenlandia del que se tienen noticias. El
incremento de la dureza climática (bajada drástica de temperaturas con la
llamada Pequeña Glaciación); el enfrentamiento entre vikingos e inuit (procedentes del norte, desde Canadá), en dura lucha por el
territorio y por los pocos recursos disponibles; la posible aparición de enfermedades
derivadas de la consanguineidad; y también, tal vez, su rapto en calidad de
esclavos por parte de piratas europeos, dieron al traste con una población de
origen vikingo que, en su momento de
mayor esplendor, pudo haber ascendido a las tres mil personas. Grandes epopeyas
como La saga de los groenlandeses,
donde se narraban las cuatro expediciones
vikingas al continente americano, se perdieron en los territorios de la
leyenda y fueron cubiertas por el polvo del olvido.
Era
el tiempo del pueblo inuit, los mejor
adaptados al señorío del hielo, la cultura más especializada del mundo, cuyo
saber y conocimientos de supervivencia en condiciones extremas fueron
adquiridos de otra cultura más antigua a la que desplazaron: los dossel. De ellos se dice que aprendieron
a construir sus famosas casas de hielo, los iglús.
También se dice que de ellos asimilaron su forma de pescar y de cazar la foca
sobre la superficie helada del mar... Un día, cuenta la tradición inuit, los dossel simplemente desaparecieron y el pueblo de los hombres (significado indígena de inuit) se quedó como único poblador de
Kalaallit Nunaat (Groenlandia).
En
1585 John Davis hace escala en sus costas durante su búsqueda del mítico Paso
del Noroeste. Pero no fue hasta 1721 cuando se produce la recolonización
europea cuando el misionero noruego Hans Egede funda la pequeña colonia de
Godthab. Desde entonces las dos comunidades han convivido en armonía ayudándose
mutuamente y alcanzando un alto grado de mestizaje.
Aunque
históricamente ha sido un territorio dependiente del Reino de Dinamarca, no es
hasta 1953 cuando la isla se convierte en provincia danesa y parte integral de
su territorio. Con el apoyo de Dinamarca, que aporta prácticamente el 50% del
producto interior bruto de Groenlandia a fondo perdido, en la actualidad el
groenlandés medio goza de un buen nivel de vida.
Aún
hoy, cuando los resultados de la globalización también han llegado a este
rincón del mundo, causa verdadero asombro el contemplar el modo de vida
groenlandés. Meses de total claridad seguidos de meses de completa oscuridad,
acompañados de las condiciones climatológicas más duras que el ser humano pueda
soportar. De hecho, el ser humano no las puede soportar… Tan sólo los inuit, poseedores de una contextura
física extremadamente resistente y especializada para el frío, una
extraordinaria adaptación a las circunstancias, una admirable capacidad de
sufrimiento y una paciencia infinita capaz de hacerles permanecer quietos
durante horas o días, en su rudimentaria piragua, a la espera de capturar
alguna presa con la que saciar su hambre y la de los suyos, manteniendo las
tradiciones.
Greenland,
Kalaallit Nunaat o Groenlandia, constituye un reclamo irresistible para
cualquier aventurero… Territorio en donde muchos han encontrado un atractivo
campo de entrenamiento para encarar posteriores metas, la isla ofrece un
excelente escenario para el trabajo duro y la vida difícil, en donde la
recompensa se recibe continuamente con un aire capaz de aplacar los espíritus
inquietos, ansiosos de libertad… En definitiva, una tierra en la que abundan espacios
por descubrir, ríos que vadear, fiordos para navegar, montañas por escalar y,
en las horas de oscuridad, un cielo inquietante cuajado de estrellas,
atravesado por meteoritos y en el que, de cuando en cuando, se nos ofrece un
regalo muy especial: el de la aurora boreal… Y en donde los amantes de la fauna
marina pueden vibrar con los avistamientos de todo tipo de cetáceos o disfrutar
con las evoluciones de los grupos de focas recorriendo a toda velocidad las
aguas de los fiordos.
En Groenlandia, agosto de 2000
Con agradecimiento a Ramón Larramendi y Enrique Guillermo, con quienes compartí aquella maravillosa aventura radiofónica… a los que se quedaron en España contribuyendo a que todo saliese correctamente… y a los habitantes de Groenlandia que tuve el privilegio de conocer porque, a través de ellos, aprendí cosas fascinantes sobre la cultura inuit…
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