Entrañable y eterna ciudad Inca
Tercera y Última Parte
Elegí bien el lugar donde hospedarme: el hotel ocupa la antigua hacienda de un capitán de la Colonia en esta plaza, donde los Incas habían tenido previsto construir sus futuros palacios reales. Apenas entré a su patio soleado, me ofrecieron de nuevo un matesito de coca, gentileza del cusqueño allá donde vayas. Creo que se compadecen de los blanquiñosos que los visitamos, cuando ven nuestras caras, más pálidas que de costumbre, con nuestro empeño en recorrer toda la ciudad recién llegamos, sin darnos un tiempito de descanso para aclimatarnos a su altura.
Por María del Carmen Valadés (OLL)
En vano fue la preocupación de la camarera: “Pero mamita, ¿irse a caminar ahorita no más?”, y rápidamente me lancé de nuevo a recorrer las tortuosas calles de esta bella ciudad, abierta a cualquier hora para el visitante. Crucé el Kusipata y el Huacaypata para tomar la pendiente del Hatun Rumiyoc, nombre de la cuesta “que guarda la gran piedra”. Esto significa que en esta calle se encuentra la conocida Piedra de los Doce Ángulos, en la pared del palacio de Inca Roca. Junto a sus muros había sentado un ciego tocador de arpa, desgranando en quechua un triste huayno. En sus letras lloraba por el pasado esplendoroso de su raza. Al escucharlo comprendí lo que aquí llaman la “queja andina”.