lunes, 20 de diciembre de 2021

Cusco

Entrañable y eterna ciudad Inca


Tercera y Última Parte

Elegí bien el lugar donde hospedarme: el hotel ocupa la antigua hacienda de un capitán de la Colonia en esta plaza, donde los Incas habían tenido previsto construir sus futuros palacios reales. Apenas entré a su patio soleado, me ofrecieron de nuevo un matesito de coca, gentileza del cusqueño allá donde vayas. Creo que se compadecen de los blanquiñosos que los visitamos, cuando ven nuestras caras, más pálidas que de costumbre, con nuestro empeño en recorrer toda la ciudad recién llegamos, sin darnos un tiempito de descanso para aclimatarnos a su altura.

Por María del Carmen Valadés (OLL)

En vano fue la preocupación de la camarera: “Pero mamita, ¿irse a caminar ahorita no más?”, y rápidamente me lancé de nuevo a recorrer las tortuosas calles de esta bella ciudad, abierta a cualquier hora para el visitante. Crucé el Kusipata y el Huacaypata para tomar la pendiente del Hatun Rumiyoc, nombre de la cuesta “que guarda la gran piedra”. Esto significa que en esta calle se encuentra la conocida Piedra de los Doce Ángulos, en la pared del palacio de Inca Roca. Junto a sus muros había sentado un ciego tocador de arpa, desgranando en quechua un triste huayno. En sus letras lloraba por el pasado esplendoroso de su raza. Al escucharlo comprendí lo que aquí llaman la “queja andina”.

Frente a la gran piedra, se abre el patio de una antigua casona colonial, en el que me introduje sin ningún pudor. En una de sus buhardillas encontré a un musicólogo local, que me invitó a pasar un rato charlando sobre los antiguos instrumentos y canciones quechuas, deleitándome con música de sus charangos, quenas y zampoñas, en un gesto muy propio de esta hospitalidad cusqueña. Le propuse un trueque por uno de sus palos de agua, que imitan el sonido de la lluvia y me aceptó su dudar mi obsoleta plancha de viaje.

Calle arriba sobre este suelo empedrado, no dejó de causarme admiración la ingeniosidad con que los chibolos escondidos en los portalones y con tímidas sonrisas aplican su picardía al extraño: habían pulido las losas con jabón, con lo cuál, la subida se torna a más de empeñosa, en una posible caída apoteósica, que causará la total hilaridad de cuantos la presencien. Es el comienzo del antiguo Tococachi, ahora llamado barrio de San Blas, el más emblemático de la ciudad por su fusión arquitectónica entre lo inca y lo español y porque en él se encierran dos joyas del arte colonial: el Púlpito de San Blas, dentro de la iglesia del siglo XVI, y los talleres de artesanía de los Mendívil. El Púlpito es una talla realizada en una sola pieza de cedro, dicen que la más fina del arte virreynal del Perú, por un tallador indígena llamado Juan Tomás Tuirutupa. Entre las numerosas figuras diminutas de santos, demonios, vírgenes, fieras y rocalla, se encuentra una calavera, supuestamente del autor de esta pieza que esconde misteriosas leyendas. Los Mendívil fueron la familia de artesanos más antigua del Cusco, pintores de los famosos ángeles de largos cuellos que representan la tradicional “Escuela Cusqueña” y sus predecesores conservan el oficio con sus pinturas y textiles en estas nobles casonas en cuyos patios exhiben este arte intemporáneo.

Entre tanto pasado palpitante me ganó el tiempo y la noche cayó “de repente”, como al parecer, ocurre todo aquí en Perú. Puedes viajar por el desierto costero y encontrarte de repente en las alturas de los Andes, a menos de treinta kilómetros; puedes pasar de repente desde montañas con picos nevados a la cálida selva en una hora de camino. También los amaneceres y ocasos se suceden de repente, cada doce horas. Quizás estas características influyen en la costumbre del peruano de aplicar esta expresión a un sinnúmero de situaciones: ¿Vendrás luego? Es respondido con un de repente… ¿Te gusta este sombrero?... De repente… Parece que quiere llover… De repente… Así sientes aquí a los cusqueños. Llegas como un extraño, y de repente te has convertido en su hermano, pues ya te llaman huayque.

Por la noche en Cusco te has de dejar llevar hacia el alegre bullicio de sus cafés literarios, restaurantes y originales discotecas. En ellos te encuentras, entre pinturas insurgentes, a eruditos quechuólogos, bohemios noctámbulos que recitan en corrillos poesías cargadas de un indigenismo nostálgico y no por ello desfasado –lo que llaman neoincanismo- viajeros errantes que un día detuvieron su andar en este punto donde todo confluye, sin saber entonces que este era el paraíso que habían estado buscando. Los suelos de madera de las antiguas casonas coloniales crepitan bajo las modernas danzas de visitantes y locales, que al compás de músicas con marcado carácter indigenista, viven delirios del nuevo incanato.

Es muy probable que en Cusco el sol de la mañana te sorprenda de repente, si has vivido el adormecido canto de los portales, donde igual encuentras a un curandero con sus pusangas, que a un viejo conocido de tu lejano continente, del cuál había perdido la pista durante años. Los cusqueños consideran a éste un punto central, que a su vez cierra el círculo de energía en el cuál se mueve el ser humano. Los Incas concebían su imperio como un gran círculo dividido en cuatro sectores, las cuatro regiones. El centro de este círculo era el Cusco, en el cuál reprodujeron las cuatro partes de su gran territorio, por medio de barrios, representativos de cada cuál. A la vez, identificaban el cosmos con la geografía y con el interior del ser humano: esta es la base de la Cosmovisión Andina. Por ello, en el centro de esta ciudad, origen de los cuatro caminos que se dirigían a cada región, origen del poder, confluye toda su energía. Si la energía de cada persona atrae a otras, es aquí donde convergen.

“Voy demorando”, me repetía con reproche a mí misma, queriendo llegar antes del amanecer al Mercado Central, frente a la Estación de Ferrocarril de San Pedro. Estaba amaneciendo a las seis de la mañana y ya habían abierto los puestos. Desde las cuatro y media empiezan a llegar las mamachas y taytas (ellos se denominan “mamá” y “papá” en quechua y lo mismo dicen al visitante). Mientras terminaban de colocar con exquisito gusto su inmensa variedad de papas, de las que cultivas más de doscientos tipos, frutas y cereales, me introduje en ese torbellino de polleras multicolores –las mujeres adultas llevan siete o más superpuestas-, sus sombreros blancos, de Ayacucho, de hongo negro, del Titicaca, planos con colores, del Cusco, y sus mantas que sirven para cargar a las huahuas (bebés).

Los taytas vienen con sus chuspas, las bolsitas donde portan las hojas de coca para mascar durante todo el día, mientras abastecen el puesto, donde vende o hace trueque la mujer. Un intenso olor recorría todo el mercado, dominando sobre los demás: estaban haciendo chocolate, el producto afrodisíaco que consumía Atahuallpa y que tanto gustó a los españoles. Buen desayuno, me dije, y me senté ante un tazón hirviendo. Desde allí podía ver como funcionaba el trueque andino: “Tú me das algo que necesito a cambio de algo que te guste”; No sólo se cambian alimentos, sino tejidos, herramientas o recuerdos personales. Dos amigos se afanaban en cambiarse unos cigarrillos por una botella de un licor extranjero, vacía, para adorno.

De la Estación de San Pedro sale el tren hacia Machu Pijchu, en un recorrido lento e impresionante, elevándose en los cerros sobre el Cusco, por medio de un ingenioso zigzag que consiste en dirigir la máquina para adelante y para atrás. La idea me tentaba, pero antes, debía completar mi recorrido por el Cusco, dirigiéndome hacia Sacsayhuaman. En este cerro se eleva la triple muralla de enormes piedras incas, con forma del rayo, y con Illapa, que es parte de lo que ha quedado después de desmembramiento que sufrió en la Conquista, y con cuyas piedras se construyeron nuevas casas. Porque aquí estuvo el segundo gran Templo del Sol, después del Coricancha, formado por tres inmensas torres, una de ellas de base circular como símbolo del Sol. De ella partían galerías a modo de rayos. Hoy sólo que dan los cimientos, pero en su interior los quechuas continúan haciendo ritos de captación de energía, porque en este lugar entran los primeros rayos de la mañana sobre el cerro. Nunca antes me había preguntado más acerca de esto, pero cuando pisé ahora, por primera vez este recinto, comprendí su misteriosa simbología: el Cusco fue construido con la forma del ser tutelar de la ciudad, el puma, cuyo tronco corresponde al centro, el corazón al Coricancha, y el río Saphy a su columna dorsal. La cabeza era Sacsayhuaman, “cabeza jaspeada”; las tres murallas en zigzag era la poderosa dentadura, preparada ante cualquier ataque de extraños, los dos torreones laterales, de vigilancia, las orejas, por donde escuchaba, y el torreón circular, el Sol, era su ojo, por donde percibía la luz, la sabiduría.

¿Puede uno ignorar la maestría de los Incas al transformar el terreno en el que vivían en lugares cargados de misterios, símbolos y sabiduría? Estas incógnitas, más la belleza del Cusco, su gente hospitalaria y entrañable, sus colores vivos como el arco iris, su melancólica música y su concepto sagrado de la tierra, me acompañaban desde lo alto del cerro, donde estuve muchas horas sentada observando este Sol, que aquí en el Cusco, habla. 

                                                                                       Fin de la Tercera y Última Parte 

María del Carmen Valadés es historiadora y arqueóloga especializada en culturas andinas. Ha participado en numerosas expediciones y excavaciones en la zona. Entre otras lenguas, habla el idioma quechua.


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