jueves, 9 de diciembre de 2021

Cusco

Entrañable y eterna ciudad Inca


Primera Parte 

Desde la ventana del avión ya veía los tejados rojos de esta colosal ciudad que guarda en sí tres dimensiones, distintas, pero muy unidas: el Q’osqo, capital del antiguo imperio, ciudad de sabios muros incas; Cuzco mestiza, con sus románticas balconadas coloniales y el Cusco actual, orgulloso de su identidad quechua, raza ya eterna a la que no preocupa el paso del tiempo.

Por María del Carmen Valadés (OLL)

De nuevo estaba pisando este suelo, a sus 3.360 metros de altitud, buscando, como si de un ritual se tratara, los cerros sagrados que lo rodean, para sentirme cobijada por sus Apus, los espíritus que los habitan. Uno de ellos, el Condoroma, habla orgulloso de su identidad: “Viva el Perú glorioso. Pachacutec”, dice, en inmensos caracteres hechos con hileras de piedras sobre una de sus laderas. Es la herencia de esa costumbre, anterior a los Incas, según la cual los andinos reflejan ideas y datos gráficos sobre el lecho de su Madre Tierra, Pachamama.

“¿Una jaladita?”  Insistía a mis espaldas un chibolo, uno de esos muchachos que, quieras o no, te llevan el equipaje. “Ahí no más”, le dije cargándolo yo, con la terca idea de que a esta altura mis pulmones resistirían el peso de esos inútiles enseres occidentales con los que nos empeñamos en viajar. Aunque traigas la mente preparada a adaptarse a este lugar y su cultura, nuestro cuerpo no se aclimata tan pronto a un cambio de altura tan brusco, cuando llegas en avión desde Lima, a nivel del mar. Te falta oxígeno al respirar y al mínimo esfuerzo gratuito, te agarra el soroche. Y me agarró. En anteriores ocasiones había llegado al Cusco en tren desde el Lago Titicaca, a 3.827 metros sobre el nivel del mar y por tanto, ya estaba habituada a la inmensidad de estas montañas. Pero esta vez había ascendido a Los Andes de repente, y es de este modo como se siente el mal de altura.

Lo mejor que podía hacer era sentarme tranquilamente a tomar un mate de coca, de los que tienen ya preparados en el aeropuerto, esperando a los gringos que llegamos desprevenidos. Desde allí se pueden ver las casas de barro ocre rojizo, del mismo color que la tierra, formando un bello y armonioso conjunto. No es de extrañar que aquellos foráneos extremeños que llegaron en el siglo XVI les recordase tanto a su Tierra de Barros tan rica en arcilla, con la que aquí los incas hicieron sus artísticas y misteriosas vasijas de utilería y rituales.

El Cusco está situado en una taza u hondonada entre tres grandes cerros que sobrepasan los 4.400 metros de altura y lo abrigan, haciendo de él un valle fértil y hasta cierto punto cálido: el Huanacaure (joven fuerte), el Anahuarque (esposa del Inca Pachacútec) y el Senga (nariz). En su vertiente interior otros cerros menores conforman el perímetro de la ciudad: el Sacsayhuaman (cabeza jaspeada), el Pachatusan (sostén del mundo), el Condoroma (cabeza de cóndor) y el Pijchu (cima).

Los cusqueños relatan dos leyendas para explicar el origen de su ciudad: según la primera, los primeros Incas, Manco Cápac y Mama Ocllo, pareja enviada por Huiracocha, surgieron del Lago Titicaca “con una vara de oro que el dios les entregó para que buscaran una tierra fértil, donde al hincar ésta se hundiera”. Esto sería señal de que el lugar era el adecuado para establecer su asiento y fundar su imperio. Según otra leyenda, los enviados fueron cuatro hermanos, los Ayar: Manco Cápac, Ayar Auca, Ayar Cache y Ayar Uchu, con sus mujeres. Estos surgieron de un cerro llamado Tamputoco (casa de ventanas), situado en el mítico Pacarectampu. Ambas leyendas relatan que Manco Cápac asomó al valle sobre el Cerro Huanacaure,  lugar donde desapareció la vara de oro. Desde entonces, este Apu es el más importante adoratorio de los Incas y allí hacen ofrendas a sus seres divinos.

Los Incas adoraban como dios creador a Huiracocha y al Sol Inti, dios más tangible y cercano a ellos, del que se consideraban hijos. En la jerarquía le seguía la Luna, Quilla, su esposa, el rayo, Illapa, las estrellas, Qoyllur, el arco iris, Cuichi, el agua, Mama Cocha y todos los demás elementos de la Tierra, la diosa madre Pachamama: ríos, cerros, manantiales, rocas, árboles, etc. Por eso hicieron adoratorios en cada uno de estos lugares, considerándolos Huacas, sitios u objetos sagrados. Actualmente los quechuas mantienen vivas sus creencias, ritos y costumbres. En cada acto que emprenden, como viajes, construcción de una casa, cultivos, etc., hacen su ofrenda y cuando beben, “pagan” antes a la Pachamama, derramando unas gotas del líquido sobre ella.

También yo había realizado “mi pago a la Pachamama al emprender mi viaje, depositando unas piedras en la tierra, simbolizando pertenencias y medios de transporte utilizados. Y en verdad te sientes premiado cuando llegas a esta entrañable ciudad. Según vas acercándote al centro –no se puede decir antiguo, porque toda ella está construida sobre edificios antiguos- notas que algo muy importante se está haciendo esperar a tus ojos: las calles, con muros de piedras incas son cada vez más perfectamente trazadas, los sillares mejor tallados y ensamblados. Es un recorrido cuya bellaza va in crescendo: un preludio de la entrada a lo que constituía el centro sagrado de este imperio, donde se encuentran los templos, adoratorios y palacios imperiales en los que residía la élite inca: el soberano y su familia, la panaca real, los sacerdotes y las acllas o vírgenes del Sol, los nobles (orejones) y los jefes del ejército, los sinchis. 

Rodeando el centro, se ven las Pacchas. A nosotros nos parecen fuentes, pero en realidad son adoratorios, lugares de culto al agua. No en vano, bajo la ciudad discurre el río sagrado Saphy, cuyas aguas los Incas enterraron y canalizaron para no ser ensuciadas, formando parte de sus centros sagrados a modo de fuentes, manantes y lagunas artificiales, con fines rituales. El viajero paraba en ellas para beber o tocar sus aguas, en acto de armonía con la Naturaleza. Cuando me acerqué a la primera Paccha, que brota bajo un gran disco solar que representa a P´unchau (el sol incide sobre la tierra), lo que encontré fueron parejas de enamorados y un anciano hablando en quechua a un niño. Probablemente le estaba contando historias de sus abuelos; así denominan en general a sus antepasados, los Incas. Estos son lugares de confidencias, y la costumbre de contar relatos antiguos perdura hasta hoy.

En la antigüedad las culturas andinas no utilizaron la escritura, sino que transmitían los conocimientos oralmente de generación en generación, manteniendo con asombrosa memoria estos relatos, que siguen vivos aquí, en una tierra donde no existen ni pasado ni futuro. Todo está reunido en el presente, y en cuanto a los cambios que sufre la historia, cada cierto tiempo se vive un “pachacútec”, que es un vuelco de todo, como un volver a comenzar de nuevo, para hacerlo mucho mejor.   

Me encontraba en la Avenida del Sol, la arteria más importante de Cusco, que conduce directamente  a la Plaza de Armas ó Huacaypata en quechua. Encabezando esta vía y haciéndonos sentir pequeños, se alza una colosal figura de Pachacútec, el noveno soberano inca, el Transformador del Mundo, que llevó a su plenitud el imperio, conquistando la mayor extensión de territorio que llegaron a poseer, desde mitad de Chile a Pasto, en Colombia, todo Perú, Ecuador, Bolivia, parte de Argentina y Brasil. La estatua dorada nos está recordando: “todo esto lo engrandecí yo, lo civilicé, lo urbanicé, lo llevé a la gloria”. El construyó todo lo que forma parte del Cusco imperial, dándole con estos nobles edificios la categoría de capital. 

                                                                                            Fin de la Primera Parte 

María del Carmen Valadés es historiadora y arqueóloga especializada en culturas andinas. Ha participado en numerosas expediciones y excavaciones en la zona. Entre otras lenguas, habla el idioma quechua.


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