En ese instante comprendí que sería piloto y ya no lo dejaría nunca
Goyo, mi instructor, ya me lo advirtió. “Habrá dos días que no olvidarás en tu vida: el día de tu boda y el de tu primer vuelo.”
Por Celestino Francos (OLL)
El día empezó con una mañana clara y limpia; un cielo tan azul y sin nubes que podías hacer cualquier cosa: subir al Teide y disfrutar de un día de montaña, navegar en el velero que te esperaba en el pantalán, o cualquier otra cosa que te imaginaras; pero ese día era mi suelta, mi primer vuelo solo. Llevaba esperando por él dos semanas de mal tiempo, y, al fin, después de una borrasca, llegó el día. Atrás quedaban meses de entrenamiento, de tomas y despegues, de vuelo lento, de virajes, de... Pero ese era el día: era, la suelta, es decir, mi primer vuelo solo.
No dormí esa noche; y si dormí, fue como Don Quijote, cuando velaba armas antes de que lo nombraran caballero en una fonda perdida de la Mancha, una especie de duermevela; pero mis armas no eran una quimera como las del manchego o como las de Ícaro, sino que las mías eran lo mejor de la tecnología del siglo XX, eran alas para volar, y que me iban a permitir un gran sueño, que, desde nuestros primeros antepasados, hasta Leonardo da Vinci, ha sido el gran sueño del hombre: abandonar el suelo, despegar de esta tierra, volar como el águila o como el cóndor.
Eran la ocho de la mañana. El día había amanecido como lo habían predicho todos los partes meteorológicos aeronáuticos. Por fin volaría solo después de un invierno durísimo y bastantes horas de instrucción. Goyo ya tenía el plan de vuelo preparado (ese era un día especial, ya que, por entrenamiento lo tenía que hacer yo) y cuando llegué al Aeroclub sólo me restó hacer la inspección prevuelo, es decir, preparar la avioneta, una TOMAHAWK, un avión especialmente diseñado para el entrenamiento de pilotos, es decir, un avión fiable, y que seguro que me haría sentir bien ese día.
Después de la prevuelo subí al avión, y arranqué el motor, con la extraña sensación de no tener a mi instructor a mi derecha. Encendí la radio y los instrumentos de navegación (aunque no era necesario esto último, ya que mi vuelo sería hacer tres circuitos a la pista, es decir dos tomas y despegues y una toma final), y llamé a la torre de control informando de que estaba listo para rodar para mi vuelo. Instantes después de recibir la autorización de rodaje, empujé hacia adelante la palanca de gases, el motor respondió con suavidad y la avioneta comenzó a moverse.
Tenerife Norte tiene la pista más larga de Canarias (3.400 m), que tuve que recorrer antes de llegar al punto de despegue, la cabecera de la pista 30 (la que se ve cuando se sube de Santa Cruz a La Laguna), ya que las instalaciones del Aeroclub se encuentran en el extremo contrario, es decir, muy cerca de la cabecera 12, y a la velocidad que ruedan las avionetas tardas varios minutos en llegar, lo que te permite hacer las correcciones del girodireccional y comprobar que los parámetros del motor vayan bien y todavía sobre tiempo; tiempo para pensar, tiempo para ser consciente de que iba solo y ya no tenía a Goyo para que me sacara de cualquier apuro; para mí, comenzaba la hora de la verdad.
Llegué al punto de espera de la
cabecera 30 y realicé la prueba de motor y las comprobaciones requeridas en la
lista de chequeo y, cuando hube finalizado, contacté, nuevamente, con la torre
para comunicarle que estaba listo para despegar:
-
AVIÓN: AEROCLUB 551, en punto de espera de la pista 30.
Listo para despegue
-
TORRE: AEROCLUB 551, viento 320, 15Kts. Autorizado
a tomas y despegues pista 30 circuito
izquierdo. Autorizado a despegar.
- AVION: Autorizado a despegar, AEROCLUB 551.
Con la autorización de la torre, empujé la palanca de gases hacia adelante y dejé que el avión rodara lentamente hasta alinearse con la pista. Y allí apareció en toda su longitud, enorme, lista para que mi avioneta la recorriera en escasos segundos antes de despegar. Empujé la palanca de gases a tope (gases a fondo), el motor rugió como no lo había oído nunca, la avioneta aceleró como no lo había hecho antes, y en lo que me vine a dar cuenta había alcanzado los 55 nudos (100 km/h), la velocidad de rotación. Inmediatamente “tiré” de los cuernos (es la palanca de dirección, que en los aviones tiene forma de “U” y en la jerga aeronáutica los llamamos así) hacia mí, levanté levemente el morro y la Tomahawk, dócil, pero más ligera que nunca comenzó a volar.
¿Pero qué estaba pasando?¿Acaso le habían hecho algo al motor del avión? Inmediatamente comprendí que las actuaciones del avión habían cambiado radicalmente al no estar a bordo Goyo, que pesaba 85 kg., y mejoraban considerablemente la relación peso/potencia del avión. Enseguida alcancé la altura para realizar el primer giro a la izquierda e iniciar el tramo de viento cruzado, a 500 pies (150 m) de altura sobre la pista, perpendicular a ésta. Seguí ganando altura, hasta alcanzar los 1.000 pies de altura sobre la pista (aproximadamente unos 300 m) y giré nuevamente 90º a la izquierda para realizar el tramo de viento en cola, es decir el que discurre paralelo a la pista, pero realizado en sentido contrario al de despegue. Ajusté los parámetros del motor quitando gases y dejé que la avioneta se deslizara por el aire con suavidad. Fue todo tan rápido, que si en algún momento tuve miedo, no tuve tiempo a pensar en ello. Al fin, estaba volando solo.
El resto del tráfico discurrió con normalidad, al llegar a la altura de la cabecera de la 30 corté gases para permitir que el avión descendiera suavemente, a 300 pies/min de variómetro, y realicé el resto de los tramos: base y final, con la autorización de la torre para realizar una toma y un despegue. Ya en final, veía como la pista se me acercaba y los números de la cabecera se iban haciendo más grandes. Faltando escasos metros para tocar la pista corté gases y tiré de la palanca de mandos hasta dejar que la avioneta se posara suavemente, como una paloma, en la pista. Nuevamente gases a fondo y comencé un nuevo tráfico.
El resto del vuelo fue una repetición de lo mismo teniendo en mente en todo momento lo que había aprendido en mis lecciones de vuelo. Al fin llegó la toma final, y con el avión rodando en pista para dirigirme al hangar, se me agolparon de golpe las sensaciones: la adrenalina hizo su efecto entonces y una euforia contenida se apoderó de mí. En ese instante comprendí que sería piloto, que el virus de la aviación -el ruido de los motores, el olor a gasolina y aceite, la sensación de volar- me había inoculado y ya no lo dejaría nunca.
No sé cómo vosotros recordaréis
el día de vuestra boda, pero yo, del de mi primera
suelta, cierro los ojos y lo puedo rememorar como una película inolvidable.
Excelente felicidades, hasta el próximo vuelo 🛩️
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