domingo, 11 de septiembre de 2022

En las Islas Cayman

El territorio próximo al Edén

Igual que en aquellas secuencias finales de películas de aventuras, el sol hundía majestuoso su disco dorado, incandescente, en la tensa línea del horizonte, mientras la superficie del mar convertido en cobrizo espejo se reflejaba trémula la estela luminosa del astro. Inflamábase el cielo claro del Mar Caribe, cediendo su azul zafiro a una amatista que sin apenas recrearse en los tintes malvas se tornó puro fuego, tiñendo aquellas nubes suspendidas con pinceladas carmesí. Viraron los colores y los tonos del firmamento como cambió también el aroma del bosque y del palmeral de cocoteros que lamían las arenas blancas y las aguas turquesa, cual manglares sedientos de liquido.

Por José Antonio Pujante (OLL)

El vaivén de las olas con su rumor que arrulla y el universo multicolor, remedando una paleta de pinto, ejercían de exquisito sedante del espíritu. Y no estaba en un cine de barrio extasiándome con la sesión de tarde un sábado cualquiera de la década de los sesenta; estaba en la West End de Cayman Brac, la más septentrional y pequeña de las tres islas que componen el privilegiado archipiélago.

Con el crepúsculo, antesala de la noche, llegaba la oscuridad al islote y el ocaso del sol por poniente estaba simultaneándose -¡feliz coincidencia!- con la salida de la luna por el horizonte oriental. Y no era cualquier atardecer ni cualquier luna; se trataba del 21 de junio, a las puertas del solsticio de verano y Selene mostraba su más seductor plenilunio.

Desde la playa occidental, nada más desaparecer engullido el sol por el mar, partí a lomos de la bicicleta, sin más ruido que el roce de las ruedas con la arena endurecida del sendero y sedoso frotar de las hojas de palma mecidas por el viento. De vez en cuando, los trinos de algún pájaro tropical saludaban al solitario ciclista.

En menos de siete minutos estaba frente a la costa de levante admirando embelesado la ascensión de la luna llena, que emergía de las aguas de aquel brazo de océano que baña las Antillas. Solemnemente, el satélite parecía aquel flotar ingrávido como un globo, de rotunda redondez, y se alejaba cada vez más de la línea del horizonte. En un soplo había atravesado aquella frondosa e inofensiva selva de lado a lado.

De litoral a litoral en un santiamén, raro fenómeno que se explica por la afilada morfología de ese extremo de la isla que no es más que una estrecha franja cuyas dos costas distan escasos metros entre sí. Dos horizontes distintos, dos paisajes diferentes en cuestión de minutos, para contemplar la agonía del día y el nacimiento de la noche allende el espumoso oleaje de la barrera de arrecife de coral. Un regalo de los dioses, de Yemayá y Orisha, que otorgan al peregrino furtivo.

No había visto algo así desde un lejano solsticio en los mares del sur, en esa otra almadía divina y enigmática que se mece en el océano Pacífico: la Isla de Pascua, Rapa Nui…

Después de permanecer en Gran Cayman Brac, la mayor del archipiélago, donde se halla la capital, George Town -con sus 519 bancos-, y de ver Little Cayman, que desde el aire es como un diminuto oasis verde flotando a la deriva o al pairo sobre el mar de azul, recalé en Cayman Brac que como su nombre indica, es un gajo, fragmento desgajado de las otras. Allí moran unos mil habitantes tranquilos, sin sobresaltos; su vida discurre plácida gozando de un clima privilegiado y de un paisaje idílico, envidiable.

Pero esa diminuta porción tierra, no es solo un paraíso, sino que por su estructura geológica posee unas cavernas y cuevas que fueron utilizadas por los piratas y los bucaneros en sus viajes para ocultar parte de sus cargamentos, allá por los siglos XVI y XVII. Lo que resulta más frustrante es saber que el inmenso tesoro del temible corsario Barbanegra, que sembró el terror por los mares de aquellas latitudes, yace enterrado en algún rincón de aquel territorio; ¡estar andando por las proximidades de cuanto estuvo en sus implacables abordajes, tal vez pasando por encima, y no saber por donde empezar a cavar…!

Algunos nativos han encontrado, a veces, tras fuertes tormentas, algunos doblones de oro en las costas de la isla. Las entrañas de aquel mar guardan secretos de valor incalculable.

Pero, las cavidades naturales también sirvieron para cobijar a gentes de bien. Cuando el gran huracán de 1932, de efectos devastadores para la población del Brac, pues ocasionó numerosas victimas, muchas personas pudieron salvar la vida gracias a refugiarse en esas grutas, algunas de ellas próximas a los acantilados.

Tuve ocasión de visitar Bat Cave, la de los murciélagos y un par más de ellas, y me causo una especial emoción la Cueva de Rebecca, denominada así porque cuando toda su familia abandonó la casa despavorida a causa del mencionado temporal, ella se internó en la vegetación y con gran valor y esfuerzo halló esa entrada que resulto ser providencial. Sus padres y hermanos salvaron la vida, y ella murió, pero había encontrado el camino del refugio protector.

Pero tal vez lo que ha concedido una justa fama a Cayman Brac es la prodigiosa transparencia de algunas aguas que la circundan con un inmenso lago, y que permiten nadar y sumergirse entre la playa y la barrera coralina deleitándose con la visión de peces multicolores que rodean al submarinista por doquier. Se mantienen tan limpias porque no vierte en ellas río alguno, ya que las tres islas carecen de cursos fluviales, evitando así, de manera natural que se arrastren bancos de arena, ramaje, desechos y cualquier elemento que enturbie las aguas en la desembocadura. Bajo el mar, la visibilidad puede alcanzar más de 100 metros, algo solamente comparable a las aguas de la gran barrera de coral de Australia.

En Cayman Brac, una vez franqueado el balcón natural de la muralla de arrecife blanco, el azul turquesa del agua marina se torna lapislázuli oscuro, y el vértigo invade al nadador al hallarse de repente flotando sobre un abismo de dos mil metros de profundidad, como en el Bloody Bay Ball…

Y es que estas islas son las cimas de una cordillera sumergida. El pico culminante de Cayman Brac es un pequeño montículo de cuarenta y tres metros de altura que domina el precipicio que cae en picado en el extremo noreste de la isla, y ese era el vértice supremo de una sierra, cuya base surcada por valles y vaguadas yace en el fondo del siempre misterioso océano Atlántico.

Serían pues las cumbres de aquella legendaria Atlántida, el continente hundido; que tras muchos siglos se han rodeado de una plataforma de tierra firme gracias a la corona de coral que se fue depositando alrededor, formada por millones de colonias que se calcificarían.

Gran Cayman es otra cosa. Es el lujo, la dolce vita, el ocio convertido en elegancia. Imponentes yates surcan sus aguas límpidas, transparentes; suntuosos hoteles y resorts albergan a la crème de la crème, el turismo selecto, mientras las embarcaciones de recreo transportan a los visitantes a practicar snorkeling en Stingray City, el banco arenoso donde se concentran decenas de mantarrayas que se dejan tocar, o a los aledaños de la barrera de coral. Desde Safe Heaven se puede zarpar para iniciarse en la pesca del gigantesco pez espada, el Marlín, especialmente en junio, cuando tiene lugar el campeonato del Million Dollars Months. El pescador que captura la pieza mayor, a lo largo de ese mes, recibirá tan ingente suma, y eso, como es evidente, a trae a los mejores profesionales de todo el mundo.

Los maravillosos escenarios para saborear los frutos de ese mar generoso abundan por doquier: II Papagallo, The Almond Tree, The Warf, Whitehall Bay, Benjamin Roof y tantos otros; la mayoría ofreciendo un ambiente íntimo, de privacidad y romántica complicidad. A la orilla del mar, entre cocoteros cimbreantes mecidos por los vientos aliseos, terrazas sobre la blanca arena, con velas de parpadeante llama, bajo las constelaciones de estrellas, la música suave incita a la nostalgia y a veces, incluso, la añoranza.

Los manjares suelen ser suculentos y la gastronomía es natural, cocinando con arte lo que se obtiene en la isla: pescados autóctonos como el Wahoo, el Tarpon o el Marlín se alternan con langostas, moluscos variados y toda clase de frutos tropicales, como laa papayas, los mangos, los ackees. También el callalloo antillano es una especialidad indígena. La tarta al ron, es más que un símbolo de las Islas Caymán, es un bocado apetecible a cualquier hora, digno de todo buen pirata que se precie.

Dar un paseo al atardecer por el inmenso Botanic Garden, un bellísimo reducto natural, en el centro de la isla, permite apreciar infinidad de variedades vegetales de la flora caribeña y también inefables Cayman Blue Iguana, digno exponente de la fauna de las islas. Vagando por el sugestivo Camino de Lentisco, uno se sumerge en un mundo multicolor hecho de esos árboles y de buganvillas, de orquídeas, de hibiscos, de flamboyants, de palmeras entre las que asoma algún pájaro carpintero o un loro verde esmeralda.

Antes de que anochezca puede optarse por acercarse al extremo oeste, West Bay, a ver la puesta de sol cerca de la granja de tortugas marinas o subir hasta el infierno, The Hell, donde una peculiar formación de coral flamígero calcificado evoca lo que deben ser los dominios del diablo. Pero sin duda una elección acertada será llegar hasta el extremo opuesto, Rum Point, en el norte, desde donde también se gozará del crepúsculo rodeado de soberbias mansiones y exuberantes palmerales. O mejor aún, si se aleja un poco más y llega hasta la punta del cayo, la delgada Cayman Kay, tranquila y solitaria.

Si nos sorprende el amanecer antes del alba es recomendable lanzarse a las deliciosas aguas claras de la célebre Seven Mile Beach, nadar un poco, y luego vagabundear por la orilla con las olas acariciando los pasos y borrando las huellas para que nadie sepa de donde venimos, mientras la brisa marina va secando la piel. Y antes de que el sol despunte, el epidérmico salitre será el testimonio de que no se ha transitado por un sueño, sino por el territorio próximo al Edén. 

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